La imprenta en Córdoba era un aerolito de plomo caído de un mundo ignoto, que como la famosa masa de fierro meteórico del vecino Chaco, no se sabía cómo, de dónde ni cuándo había venido. Documentos inéditos que existían en la colección de manuscritos del señor Andrés Lamas, donde aun se conservan, ayudaron al doctor Carranza, y especialmente al señor J. T. Medina, a despejar esta incógnita en su Historia y Bibliografía de la imprenta del Río de la Plata.
Una idea de progreso literario fue el germen de la introducción de la imprenta en Córdoba. Existía en esta docta ciudad, que era el centro del gobierno de la Compañía de Jesús en los dominios del Río de la Plata, el Colegio Máximo de Monserrat, fundado por el doctor Ignacio Duarte y Quirós en 1685, en que se cursaban estudios mayores, y que fue más tarde el núcleo de su célebre Universidad. Acudían allí a instruirse los jóvenes de las provincias del virreinato y de Chile, adquiriendo con el tiempo tanto crédito, que en el tercer cuarto del siglo XVIII se había convertido en un foco de luces de la colonia. Los jesuítas poseían por ese tiempo, en la pequeña ciudad de Ambato (de la capitanía general de Quito), una imprenta que tenía por objeto la publicación de sus documentos. Los de Córdoba, estimulados por este ejemplo, se propusieron introducirla con el propósito de aprovecharla para dar a la estampa las tablas y conclusiones en los actos literarios, al mismo tiempo que las obras que no se daban a luz (las tesis) "con dispendio de la cultura de la república de las letras", según reza el tenor de la petición en consecuencia de la cual fue otorgada la licencia para establecerla. Pero procedieron de distinta manera que en el Paraguay: fue una importación.
Antes de obtener el permiso real para establecer la imprenta, los directores del Colegio de Monserrat trajeron sus materiales de España, y una vez en posesión de ellos iniciaron sus gestiones para plantearla legalmente. No se tiene noticia exacta de la época en que este hecho tuvo lugar antes del año 1766 en que se inauguró, sabiéndose tan sólo que su costo fue de dos mil pesos fuertes, que fueron abonados en 1767, poco antes de clausurarse.
Para obtener la licencia fue comisionado a Lima el padre Matías Boza, llevando muestras de los tipos traídos de España "a fin de que se reconociese su bondad". El virrey del Perú, previa vista del fiscal, la concedió con fecha 3 de septiembre de 1765, con la condición de que "no se imprimiese libro alguno que tratase de materias de Indias sin especial licencia de Su Majestad y de su Consejo de Indias, ni papel alguno en derecho, sin permiso del tribunal correspondiente, ni menos arte o vocabulario de la lengua de las Indias, si no estuviese primero examinado por el ordinario y visto por la audiencia del distrito, y sin que precediese la censura dispuesta por derecho", condiciones ajustadas a las leyes vigentes, cuyo cumplimiento se echa de menos en las ediciones de la imprenta guaranítica (salvo una), y que, como se va apuntado, probablemente motivó su misteriosa interrupción.